¿Puede Resolverse la Crisis Constitucional en el Perú?
/El Perú ha recibido atención internacional por la grave y persistente crisis constitucional en la que se encuentra en los últimos años. Desde el 2017, dos presidentes peruanos renunciaron y dos más fueron destituidos por el Congreso de la República. Por su parte, en diciembre de 2022, se produjo un intento de golpe de Estado, mientras que, en septiembre de 2019, el presidente disolvió el Congreso, a partir de una interpretación ampliamente considerada como inconstitucional, pero que fue validada por el Tribunal Constitucional por cuatro votos contra tres. Sobre esa base, cabe preguntarse ¿qué explica la crisis constitucional, aparentemente interminable, en la que se encuentra el Perú desde hace más de cinco años?
Inevitablemente, un asunto como este obedece a causas múltiples y complejas. Aquí intentaré aproximarme a algunas de ellas. Un primer factor relevante es la existencia, a lo largo de todo el periodo de la crisis, de una situación en la que el Congreso de la República es controlado por fuerzas políticas opositoras a las que se encuentran en el Poder Ejecutivo. El periodo de relativa estabilidad que se produjo entre los años 2001 y 2016 se caracterizó, por el contrario, por mayorías oficialistas — o, por lo menos, de coaliciones afines al Gobierno — en el Congreso de la República.
Otro elemento importante para entender esta crisis, es la presencia de numerosas instituciones procedentes del semipresidencialismo en la tradición constitucional peruana. Así, a diferencia de lo que ocurre en otros países latinoamericanos, el presidente del Perú debe compartir su poder con un consejo de ministros que posee poder de veto sobre todos sus actos. De ahí que, en el artículo 120 de nuestra Constitución, se señale expresamente que “Son nulos los actos del Presidente de la República que carecen de refrendación ministerial”.
Los ministros, ciertamente, son designados por el presidente. Sin embargo, dentro de los treinta días siguientes, deben acudir al Congreso para solicitar la ratificación parlamentaria de su nombramiento. Si este voto no fuera favorable, todos los ministros están constitucionalmente obligados a renunciar.
Además, el Congreso de la República posee el derecho de interrogar a los ministros y de apartarlos de su cargo en cualquier momento a través de la aprobación de una moción de censura.
En esos términos, queda claro que, en el Perú, la gestión del Poder Ejecutivo no depende de manera excluyente de quien resulta electo presidente. Todos sus actos requieren el consentimiento de los ministros, quienes son ratificados en sus cargos por el Congreso y, además, pueden ser despedidos por éste en cualquier momento.
Como es evidente, este sistema está diseñado para que el presidente no pueda gobernar de manera efectiva sin contar con un grado mínimo de respaldo parlamentario. Por tanto, el programa normativo de la Constitución consiste en que, cuando existe una mayoría de oposición, el presidente ceda posiciones frente a ésta —inclusive nombrando como ministros a figuras independientes u opositoras — estableciéndose, así, una situación que puede compararse a las cohabitaciones propias de los sistemas semipresidenciales, como la que existió en Francia entre 1986 y 1988 o entre 1993 y 1995.
Sin embargo, para que ello ocurra, es necesario que existan figuras constitucionales que incentiven a los actores involucrados a adoptar posiciones de moderación política. Y es allí donde la Constitución peruana resulta deficiente, quizá en un grado extremo. En lugar de incentivar al presidente a buscar un acuerdo con sus opositores parlamentarios, nuestro marco constitucional lo induce a adoptar posiciones maximalistas, con la finalidad de disolver el Congreso y concentrar el poder.
En efecto, el artículo 133 de nuestra Constitución, faculta al Poder Ejecutivo —a través del Presidente del Consejo de Ministros — a plantear una cuestión de confianza ante el Congreso la cual, según ha determinado nuestro Tribunal Constitucional, puede versar sobre “cualquier asunto que su gestión requiera”. Si la cuestión de confianza fuera rehusada, todos los ministros están obligados a renunciar, debiendo recomponerse el gabinete.
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en los países que cuentan con un sistema de gobierno parlamentario, en el Perú, la negación de confianza no obliga al jefe de gobierno — en este caso, el presidente de la República— a presentar su dimisión. Por tanto, desde el punto de vista técnico, no puede considerarse que ésta de lugar a la caída del gobierno.
Empero, para estos efectos, lo más relevante es lo que señala el artículo 134 de la Constitución: si el Congreso le niega la confianza a dos gabinetes de ministros dentro de un periodo de gestión de cinco años, el presidente puede disolverlo y convocar nuevas elecciones parlamentarias, las cuales deben realizarse en un plazo máximo de cuatro meses.
A mi criterio, esta disposición constitucional genera un efecto distorsionador pernicioso sobre el comportamiento de los actores políticos en el Perú. Por mérito de lo dispuesto en ella, el presidente carece de incentivos para ceder espacios de poder a sus opositores en el Parlamento. ¿Para qué establecer una cohabitación cuando, a todas luces, resulta más fácil amenazar al Congreso o forzar su disolución?
Guiándose por estos incentivos perversos, el Poder Ejecutivo puede llevar a cabo — como en efecto ha hecho—acciones contraintuitivas. Por ejemplo, plantear cuestiones de confianza sobre temas que, de antemano, se saben intolerables para la oposición con finalidad de que esta sea denegada.
El Congreso de la República, por su parte, puede contestar con acciones igualmente insólitas. Por ejemplo, otorgar un voto de confianza cuando, a todas luces, es evidente que no se está de acuerdo mayoritariamente con el planteamiento del Poder Ejecutivo.
Todo ello ha dado lugar a múltiples disputas entre los poderes del Estado, así como a diversos intentos legislativos de regular la cuestión de confianza y, por lo menos, a tres sentencias del Tribunal Constitucional que se refieren a la materia: las sentencias emitidas en los expedientes 00006-2018-PI/TC, 00006-2019-PCC/TC y 00032-2021-PI/TC.
Esta situación es todavía más grave si se toman en cuenta dos elementos adicionales. En primer lugar, desde enero de 2019, la reelección inmediata de los parlamentarios está prohibida en el Perú, pese a la existencia de una opinión de la Comisión de Venecia en sentido contrario. Por tanto, si se produce la disolución del Congreso, los legisladores no podrán probar su suerte en la siguiente elección. Ello, como es evidente, inducirá a algunos —o, incluso, a la mayoría —a oponerse a toda costa a la disolución del Congreso, lo que podría generar consecuencias indeseables. En segundo lugar, y de manera aún más grave, de acuerdo al artículo 134 de la Constitución, la disolución del Congreso produce sus efectos de manera inmediata generándose, por tanto, una ventana de más de cuatro meses en la que no existe un contrapeso parlamentario efectivo al Poder Ejecutivo.
Ello puede dar lugar a que el presidente se arrogue indebidamente competencias para legislar por decreto. Así, entre setiembre de 2019 y marzo de 2020 — después de que el expresidente Martín Vizcarra Cornejo disolviera el Congreso — se emitieron unilateralmente diversos decretos de urgencia con fuerza de ley sobre temas tan variados como el derecho a la negociación colectiva en el sector público, las reglas aplicables a los contratos de arrendamiento financiero y el establecimiento de un régimen de control previo de fusiones empresariales.
Según el artículo 118, inciso 9, de la Constitución, y reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional, los decretos de urgencia solo pueden emplearse en circunstancias excepcionales, y sus disposiciones deben tener carácter transitorio. El gobierno de Vizcarra Cornejo, sin embargo, los empleó de manera libérrima para emitir normas, con vigencia indefinida, sobre diversas materias.
En la práctica, aprovechó la inexistencia temporal del Congreso de la República para atribuirse a sí mismo competencias legislativas de manera irregular. Naturalmente, ello fue denunciado en su oportunidad por la Comisión Permanente —un organismo remanente del Congreso — a través de sendos informes, pero sin que ello produjera consecuencias prácticas. Muchos de estos decretos, inclusive, fueron cuestionados ante el Tribunal Constitucional. Sin embargo, este confirmó su constitucionalidad con votaciones fraccionadas—ver, por ejemplo, las sentencias emitidas en los Expedientes 00003-2020-PI/TC, 000010-2020-PI/TC y 00001-2021-PI/TC.
Por todo ello, en la práctica, si el Presidente de la República disuelve el Congreso, este tiene una patente de corso para concentrar temporalmente las funciones ejecutivas y las legislativas pasando a ejercer, así, un poder potencialmente exorbitante.
En lugar de promover la moderación, estas reglas incentivan el conflicto y estimulan que la confrontación entre poderes llegue a límites impredecibles. Para corregir estas distorsiones, desde mi punto de vista, no hace falta una reingeniería importante de la Constitución. Bastan, una o dos, modificaciones quirúrgicas a fin de precisar, por ejemplo, que la disolución constitucional del Congreso no produce efectos de manera inmediata, sino después de la elección del parlamento nuevo. Las normas vigentes recompensan, con una cuota desmedida de poder, al Presidente de la República que confronta al Parlamento y busca su disolución. La estabilidad del Perú, y la supervivencia de su democracia, reclaman lo contrario.
Lucas Ghersi Murillo es abogado practicante y docente en las facultades de Derecho de la Universidad de Lima y la Universidad de San Martín de Porres, Perú.
Cita recomendada: Lucas Ghersi Murillo, «¿Puede Resolverse la Crisis Constitucional en el Perú?», IACL-AIDC Blog (7 March 2023) https://blog-iacl-aidc.org/2023-posts/2023/3/7/puede-resolverse-la-crisis-constitucional-en-el-per.