En defensa del plebiscito de salida chileno
/Roberto Gargarella tiene razón cuando sugiere que en el proceso constituyente chileno se cometieron errores de diseño que contribuyeron al masivo rechazo ciudadano de la propuesta elaborada por la Convención Constitucional (algo de ello menciono aquí). Pero se equivoca al incluir entre esos errores al llamado ‘plebiscito de salida’.
En su reciente contribución a este blog, Gargarella se muestra contrario a la inclusión de un plebiscito de salida en procesos constituyentes como el chileno, por considerar que ellos operan como una ‘extorsión electoral’. En su opinión, estos mecanismos de democracia directa impiden desarrollar un proceso de deliberación inclusiva al forzarnos a una pregunta binaria o antagónica. Los referendos de salida serían ‘una pésima herramienta’ en tanto privarían a los actores sociales de la posibilidad de presentar matices a las distintas propuestas o cuestiones discutidas en el debate constitucional y porque tampoco legitimarían una asamblea constituyente que carece de ésta.
Para evaluar adecuadamente esta crítica, es necesario presentar dos prevenciones al argumento de Gargarella. Primero, no parece adecuado formular juicios normativos generales o abstractos cuando se trata de plebiscitos. En este sentido, uno de los principales expertos en mecanismos de democracia directa, David Altman, es enfático en señalar que, tratándose de estos mecanismos, ‘el demonio está en los detalles’ (Altman 2011, 18-9). Esto significa no solo que aparecen diferencias valorativas cuando consideramos la motivación con que se los utiliza. Por ejemplo, es inadecuado equiparar el Brexit con el plebiscito chileno, como parece hacerlo Gargarella. Mientras en el primero se utilizó el referendo como un dispositivo de desempate para resolver una controversia al interior de la coalición de gobierno, en el segundo se usó como un mecanismo para evaluar la sincronía entre la elite política y la ciudadanía. Igualmente importante, la conveniencia de recurrir a estos dispositivos supone ponderar también una serie de tecnicismos relativos a su convocatoria, implementación y realización que dependen de factores contextuales y de cultura constitucional. En términos demográficos, la importancia de un plebiscito no puede equipararse en Barbados, Islandia o Malta a uno en Brasil, India o Indonesia. Como se observa, la casuística involucrada debe entonces servir como una invitación a la prudencia: puede que en oportunidades sea preferible no recurrir a plebiscitos en procesos constituyentes, pero ese es un juicio contextual que debe hacerse respecto de cada caso particular.
En segundo lugar, la ‘extorsión electoral’ de los plebiscitos ratificatorios sería más aparente que real, por cuanto sólo excepcionalmente una nueva constitución es rechazada. Zachary Elkins y Alexander Hudson han evidenciado como los plebiscitos sobre nuevas constituciones casi nunca fracasan: en un trabajo que abarca los procesos constituyentes entre los años 1789 y 2016, dichos autores muestran un porcentaje de ratificación del 94% (Elkins & Hudson 2019, 154). Sin ir más lejos, con anterioridad al chileno sólo han existido once plebiscitos de salida que concluyeron con un resultado similar (Elkins & Hudson 2022). De esta manera, parece errado incluir la reciente experiencia chilena entre los efectos “…que típicamente generan los plebiscitos”, por tratarse éste de una excepción anecdótica en la experiencia comparada.
Lo anterior no significa desconocer que seguramente existen muchos matices formulados por grupos sociales que son invisibilizados dentro de la posición victoriosa y que, por lo tanto, la extorsión electoral también podría ocurrir en estos casos. Pero contra ello cabría señalar que rara vez las ratificaciones de una constitución suponen el fin del diálogo que ésta inicia, muy especialmente si entendemos –como lo sugería Carlos Nino– que las constituciones son proyectos inacabados que pueden equipararse a catedrales en construcción (Nino 1990, 205). Quien en dicho plebiscito formule un matiz a la posición victoriosa tendrá oportunidad de hacerlo una y otra vez en el proceso de iteración colectiva que supone todo diálogo constitucional.
Sobre la base de ambas prevenciones pareciera que, más que cuestionarnos en términos genéricos la conveniencia de recurrir o no a mecanismos de democracia directa basados en casos particulares como el chileno, deberíamos antes explorar cómo esta experiencia reciente puede contribuir a determinar los casos y condiciones bajo los cuales los plebiscitos de salida pueden ser una herramienta útil en el diseño de procesos constituyentes. Ciertamente esta es una interrogante cuya respuesta excede a este espacio, pero a tal efecto podríamos comenzar por preguntarnos si en el proceso chileno se justificaba o no la inclusión de un plebiscito de salida. Y la respuesta es indudablemente afirmativa, si se considera que, en el diseño mismo del proceso constituyente chileno, hay razones que parecen justificar su inclusión.
En tanto el chileno era un proceso constituyente post-soberano (para recurrir a la expresión de Andrew Arato), todo su diseño descansaba sobre una premisa: en sociedades complejas como la chilena, es imposible que una asamblea –incluso una electa popularmente– pueda recoger o representar la pluralidad de visiones de la población. Por consiguiente, un proceso constituyente debe estructurarse en torno a diversas instancias, en algunas de las cuales existirá una intensa participación ciudadana, mientras que en otras primará la deliberación política en instancias representativas. Todas ellas, con sus posibilidades y limitaciones, tienen por propósito proveer de reservas de legitimidad al texto constitucional resultante.
Tomando este antecedente como base, no parece correcta la caracterización que Gargarella hace del proceso chileno, en el sentido de estructurarse como el reloj de arena de Elster. Contrario a lo sugerido, éste no se diseñó para privilegiar una discusión entre pocos y aislada de la sociedad. Casi todas las instancias de deliberación política fueron acompañados de mecanismos de participación ciudadana en los que existió la posibilidad de un diálogo entre iguales. Por ejemplo, las llamadas ‘iniciativas populares de norma’ contaron con una masiva participación ciudadana (casi un millón de personas), permitiendo así a los más variados grupos sociales participar durante la discusión sustantiva en las más diversas temáticas (un análisis de estas iniciativas puede consultarse aquí). Algo similar ocurrió con las audiencias que se celebraron en cada una de las comisiones de trabajo: se recibió el testimonio de centenares de expositores, casi todos ellos provenientes de la sociedad civil (en una de las comisiones representaron el 98,69% de todas las exposiciones).
Menciono además estos mecanismos participativos para distinguirlos del plebiscito de salida, porque unos y el otro tuvieron roles legitimadores diferentes. Los primeros buscaban entregar reservas de legitimidad a la deliberación de instancias representativas como la Convención, no así el plebiscito (como sugiere Gargarella). Éste más bien procuraba legitimar la propuesta constitucional resultante de dichas instancias. De ahí que no se trate de una nueva etapa puramente deliberativa, sino de cierre para evaluar todo lo largamente deliberado en las etapas anteriores. Y si bien es cierto que esta etapa puede parecer inconveniente, resulta necesaria a fuerza de realidad. Una democracia constitucional, particularmente en una época de inmediatez como la que nos aqueja, no puede tratarse únicamente de conversaciones. Requiere también de decisiones que permitan cerrar capítulos. Se trata de etapas distintas que buscan cumplir el objetivo de un proceso constituyente post-soberano.
Desde esta perspectiva, el plebiscito de salida entregó a los ciudadanos una oportunidad para evaluar el trabajo de los constituyentes y eventualmente rechazarlo, escenario que ya se avizoraba desde marzo pasado según diversas encuestas. Los resultados electorales hablan por sí solos: la alternativa por el rechazo obtuvo un 62,86% de las preferencias, mientras que en favor de la propuesta constitucional solo se manifestó un 38,14% del electorado. Es cierto que existieron episodios de desinformación, pero el resultado es tan categórico que difícilmente puede atribuirse únicamente a ello. Es difícil imaginar un suceso similar en la historia electoral chilena. En términos de movilización ciudadana, participó el 85% del padrón electoral, algo sólo equiparable a las primeras elecciones presidenciales y parlamentarias desde el retorno a la democracia (1989). En términos de magnitud, esto supone que sólo quienes se manifestaron por el rechazo superan en número a la participación total de quienes concurriendo a votar en el plebiscito de 2020 (cuyo propósito era determinar si iniciar o no un proceso constituyente). Igualmente importante, se trata de un resultado transversal: la propuesta constitucional fue rechazada en todas las regiones del país y en un 97% de los municipios (los resultados electorales pueden consultarse aquí).
La conclusión parece inequívoca: en procesos como el chileno, los plebiscitos de salida ofrecen un dispositivo muy útil para evaluar la coincidencia del parecer ciudadano con lo obrado por las élites políticas. Teniendo esto presente, podemos entender al menos en parte por qué se rechazó la propuesta de la Convención y también por qué Gargarella caracteriza el proceso chileno como un reloj de arena. Tal vez por inexperiencia, error de cálculo, desconfianza o una mezcla de todas ellas, la mayoría de los constituyentes desaprovecharon la oportunidad que ofrecían los mecanismos participativos. Este ensimismamiento tuvo trágicas consecuencias: diversas encuestas sugieren que la principal motivación de la ciudadanía para votar rechazo no radicó tanto en el contenido sustantivo de la propuesta constitucional sino en el desempeño de los constituyentes. Una de ellas, por ejemplo, sugiere que el 40% de quienes fueron consultados votaron rechazo porque ‘el proceso fue llevado de muy mala manera por los constituyentes’. Esto es consistente con el incremento progresivo en la percepción negativa de la ciudadanía hacia la Convención que evidenciaban estas encuestas desde diciembre pasado.
Puede que, como sugiere Gargarella, una convención constituyente no sea el mejor mecanismo para encauzar una deliberación constitucional. Las asambleas ciudadanas elegidas al azar parecen ser una alternativa atractiva de explorar en el contexto de su creciente uso a nivel comparado. Pero la pregunta que nos plantea a través de su concepto de extorsión electoral es otra muy distinta. ¿Son los plebiscitos de salida un mecanismo deseable que debería considerarse en el diseño de procesos constituyentes? Reitero que la respuesta probablemente quedará entregada a la casuística del contexto específico. Pero la experiencia chilena nos entrega una importante lección: incluso en procesos constituyentes en que parece difícil anticipar extorsiones electorales como las denunciadas por Gargarella, la exclusión de los plebiscitos de salida debe sopesarse con mucha cautela. El caso chileno evidencia con dramatismo que en procesos relativamente bien diseñados y con un masivo apoyo ciudadano inicial las cosas igualmente pueden salir mal. Ante esta posibilidad, ¿por qué negarse a entregarle a la ciudadanía la decisión sobre su propio destino?
Luis Eugenio García-Huidobro es investigador en el Centro de Estudios Públicos y profesor en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile
Cita recomendada: Luis Eugenio García-Huidobro, «En defensa del plebiscito de salida chileno», IACL-AIDC Blog (27 de Septiembre de 2022). Disponible en: https://blog-iacl-aidc.org/new-blog-3/2022/9/27/en-defensa-del-plebiscito-de-salida-chileno.