Para continuar con el diálogo sobre el “plebiscito de salida” chileno
/Introducción y aclaraciones iniciales
Resulta para mí una gran alegría poder continuar esta conversación sobre el proceso constitucional chileno, con colegas tan distinguidos y queridos. Lo hago además -aclaro- con cierta timidez, dado mi carácter de extranjero, y frente a un tema que, mirado con ojos locales, debe adquirir una complejidad y una riqueza difíciles de percibir para quien lo mira de afuera. Pido disculpas, entonces, por cualquier falla de comprensión grave que evidencien mis comentarios, a pesar del interés que me ha generado este proceso constituyente, y el modo en que he tratado de involucrarme en él, desde sus comienzos. Espero, en cualquier caso, que los aciertos y errores de mis respuestas puedan ser leídos dentro de ese marco caracterizado, a la vez, por la distancia física y por la empatía afectiva.
Antes de hacer algunos comentarios específicos sobre los textos presentados por cada uno de los autores que han participado de este pequeño simposio, quisiera hacer unas pocas referencias generales, comunes a los trabajos de todos ellos. La primera tiene que ver con una aclaración necesaria relacionada con el objeto y alcance de mi contribución inicial. Lamentablemente, varias de las respuestas que he recibido se dirigen -al menos en parte- a refutar afirmaciones que no he hecho, o a objetar ideas que de ningún modo han sido el objeto central de mi presentación. En todo caso, la extensión de estas “confusiones” refiere a un problema que sin duda es atribuible a mi escrito: cuando el malentendido es tan general, la responsabilidad principal corresponde a quien lo ha generado.
Por eso, comienzo por resumir brevemente algunas de las ideas presentes en mi trabajo originario: es cierto que no simpatizo mayormente con las formas plebiscitarias tradicionales (formas plebiscitarias que reconozco, en principio, en tensión con el ideal de la “conversación entre iguales”); es cierto también que critiqué la adopción del “plebiscito de salida” para Chile, desde el momento mismo en que supe de su existencia (por ejemplo, me referí al mismo, críticamente, en un texto que publiqué en Nueva Sociedad en el 2020); como es cierto, a la vez, que defendí encendidamente el “Apruebo”, a pesar de las fuertes reservas que, durante todo este tiempo, manifesté en torno al texto constitucional elaborado por la Convención. Sin embargo, de ningún modo no sostengo (ni mi escrito pretendió decir) que en el contexto particular de la reciente discusión constitucional chilena, en donde la ciudadanía contó con pocas oportunidades para expresar su opinión de manera efectiva (volveré luego sobre este punto), debió suprimirse la final alternativa plebiscitaria (cuando ella quedó como una de las “poquísimas” herramientas destinadas a hacer posible la participación ciudadana, dentro del proceso constituyente).
De manera más general, tampoco pienso que una concepción deliberativa de la democracia deba considerar al plebiscito como una opción repudiable: una concepción dialógica de la democracia no exige plebiscitos (“no insiste en ellos”, como diría Ronald Dworkin), pero puede ser perfectamente compatible con la celebración de consultas populares, si es que ellas son organizadas de un cierto modo. Y, sobre todo, no creo que la derrota del 4 de septiembre se haya debido fundamentalmente a el recurso a un “plebiscito de salida” (afirmación sorprendente que hubiera dejado a mi texto a merced a un comentario obvio, que me ha sido hecho: casi todos los plebiscitos constitucionales han terminado con el triunfo de la opción propuesta por el gobierno de turno).
Como defensor del “Apruebo”, en mi contribución inicial me interesó dejar a salvo al contenido de la Constitución, frente a la andanada de injustas e inexactas críticas que se dirigía a él, desde el momento mismo en que fue conocido el resultado del referéndum. En tal sentido, me interesó subrayar una afirmación que considero obvia, y de sentido común, según la cual, en este tipo de consultas -referidas, en el caso bajo estudio, a un texto muy extenso, y compuesto por cientos de artículos- el electorado tiende a definir su voto con base en razones ajenas al contenido del texto por el que se le consulta. Si mi intuición era correcta, entonces, no se justificaba que periodistas, políticos o analistas de diverso tipo se apresuraran a explicar el “rechazo” a la Constitución, con base en la/s particular/es cláusula/s con la que ellos, de antemano, desacordaban -el multiculturalismo; la plurinacionalidad; los derechos sociales; el aborto; el federalismo; el ambientalismo; el buen vivir; las pensiones; el derecho de propiedad; los cambios en el Senado; los cambios en la Justicia; etc. En ese “festival” de acusaciones, cada uno se sentía libre de escoger como “responsable del fracaso” a su adversario favorito.
La afirmación que realizara entonces se basaba en un supuesto relacionado con los resultados habituales o esperables de este tipo particular de plebiscitos, a los que llamaré “plebiscitos complejos”. Con este término, me refiero a plebiscitos (como el de Chile 2022) que abren una opción binaria –“sí” o “no”- frente a preguntas múltiples, en torno a cuestiones difíciles y divisivas (como las planteadas por constituciones de cientos de artículos, o tratados con decenas de cláusulas, o acuerdo de paz de centenares de páginas), que pasan a ser objeto de un tratamiento en “paquete cerrado”. Tales “plebiscitos complejos” suelen resultar muy tentadores para el poder de turno, que encuentra en ellos la posibilidad de “extorsionar” a la ciudadanía en dirección a una opción que ellos (los organizadores) prefieren pero la ciudadanía no (por ejemplo, aunque no en este caso, la reelección presidencial a cambio de algún “aliciente” que puede resultar tentador para la mayoría -como los derechos sociales). Tales “plebiscitos complejos” suelen llevar a la ciudadanía a votar sin tener centralmente en cuenta el contenido de lo consultado (i.e., el contenido específico de los diferentes artículos incorporados en la Constitución) sino otras cuestiones, más bien ajenas al mismo (algo que sí creo que ocurrió en el caso chileno). Típicamente, y frente a preguntas tan disímiles, los votantes terminan usando su voto para pronunciarse en favor o en contra del gobierno de turno (para castigar o premiar, entonces, al gobierno a cargo de la convocatoria).
Por tanto, mi postura incluye i) un reclamo empírico, sobre las consecuencias no-intencionadas que se siguen de los “plebiscitos complejos” (incentivo a basar el voto en razones ajenas a lo discutido; “extorsión electoral”, etc.); junto con ii) un reclamo normativo, según el cual, y desde la perspectiva que defiendo -la de la “conversación entre iguales”- este tipo de alternativas plebiscitarias resultan, por distintas razones, implausibles (no ayudan, sino que aplanan, dificultan o reemplazan, al diálogo colectivo; etc.). Según entiendo, los “plebiscitos complejos” tienden a ser innecesarios, ineficientes, problemáticos, y riesgosos. Todo ello me lleva a pensar, y me llevó a sugerir, que fuera una pena que en Chile no se recurriera a otras formas institucionales posibles, para promover una deliberación inclusiva -formas capaces de honrar debidamente el ideal de una deliberación pública abierta y franca (un reclamo por el que insistí en cada una de mis múltiples intervenciones, formales e informales, en la Convención). Pudo y debió haber existido una interacción más intensa y constante entre la Convención Constituyente y la ciudadanía durante el desarrollo de los debates constituyentes. Luego, y sobre la base de un texto elaborado ya a partir de formas más intensas de diálogo colectivo, el “plebiscito de salida” podía organizarse (o no) como forma de reforzar la legitimidad del documento en juego. Para entonces, sin embargo, ya habrían quedado resueltas las discusiones de fondo, como disipadas las expectativas de resolver, a través de la consulta, las cuestiones básicas sobre el contenido del documento.
Sobre lo anterior, agregaría una última y fundamental aclaración. El hecho de que los votantes tiendan (el hecho de que los votantes tendamos -puedo decir) a utilizar el voto de la consulta para responder a una pregunta diferente de la que se formula, no habla de la irracionalidad del votante (y muchísimo menos, como alguno quiso interpretar, de la irracionalidad que yo le adjudicaría al votante chileno!). En mi opinión, el votante que utiliza su voto, en estos “plebiscitos complejos” para premiar o castigar al gobierno de turno, actúa de manera plenamente racional. En efecto, en conciencia de las ínfimas oportunidades con las que cuenta para expresarse y para hacer pesar su punto de vista político, el votante maximiza esa chance, y la emplea para lo que le resulta prioritario -típicamente, para dejar asentado que premia o castiga al gobierno de turno. Hechas estas aclaraciones, paso ahora a hacer algunos breves comentarios sobre cada uno de los escritos presentados en este pequeño simposio.
Rodrigo Kaufmann
La respuesta de Rodrigo Kaufmann es, de todas las presentadas, la que recibí primero. Se trata de una contestación muy clara, breve, contundente, y también problemática, que agradezco enormemente al autor. Luego de introducir, correctamente, algunos de los argumentos principales de mi escrito, Rodrigo se concentra en la exposición de sus objeciones. La primera objeción se refiere a lo que podríamos llamar (siguiendo a sus propios términos) “las condiciones de posibilidad de una decisión colectiva.” Rodrigo defiende el llamado a un “plebiscito de salida”, como el utilizado en Chile, a pesar de los problemas que señalo frente a dicha opción. Para él, resulta imprescindible la “sobresimplificación” que es propia de estos procesos plebiscitarios porque, de otro modo (por ejemplo -nos dice- abriendo a “tantas opciones como fuera necesario” para lidiar con “la complejidad de los temas a tratar”), resultaría “imposible” tomar una decisión colectiva (él se pregunta, por caso, “cómo se vería” un proceso plebiscitario o eleccionario “en el que la ciudadanía estuviera en condiciones de desechar alguna cláusula particular?”).
Esta primera objeción -me parece- fracasa en varios terrenos. En primer lugar, la afirmación falla en términos empíricos, cuando ella viene a decirnos, como parece, que el camino del “plebiscito de salida” es “imprescindible” ante la imposibilidad fáctica de recurrir a herramientas más complejas (herramientas que permitan “matizar” o “desechar” alternativas). Empíricamente, sabemos que existen y son muy comunes los procedimientos eleccionarios en donde se le otorga a la ciudadanía la posibilidad de votar por una lista partidaria, escogiendo sólo a algunos candidatos, de entre otros muchos, o “desechando” a algunos candidatos o propuestas alternativas. Es decir, la alternativa de “complejizar” el sistema electoral resulta perfectamente asequible, sin necesidad de transformar al proceso electoral -de ningún modo- en un procedimiento “imposible.” Por tanto, la “sobresimplificación” de las opciones que defiende Rodrigo no es imprescindible, ni necesaria, para poder tomar una decisión colectiva, o para tornarla posible.
Encuentro que, con estas reflexiones, Rodrigo opta por encerrarse -él mismo- dentro de las “cuatro paredes” del “plebiscito de salida”, como si la discusión central en juego tuviera que ver con el “plebiscito de salida sí” o “plebiscito de salida no”. Desde mi punto de vista, la cuestión relevante es otra: discuto el “plebiscito de salida” por, y bajo el supuesto de que, era posible recurrir a formas más intensas, posibles y atractivas de intervención cívica, en el “medio” del proceso. Razonablemente, y por ejemplo, puede decirse que la deliberación constitucional, entre los convencionales y la sociedad civil (entre “el adentro” y “el afuera” de la Convención) pudo y debió haber sido mucho más intensa y fluida. El hecho de que -cito a Rodrigo- Chile sea una “comunidad política…compuesta por millones de personas separadas por cientos y a veces miles de kilómetros de distancia” no dice nada en contra de mi posición. La deliberación pública sobre el contenido de la Constitución pudo haber sido -fácilmente- mucho más inclusiva de lo que fue, aún en el marco de un país extenso y compuesto por millones de personas. Ello así, no sólo gracias a, o a través de, el uso de nuevas tecnologías; sino también por medio de la construcción de mejores y más sólidos puentes entre la Convención y los habitantes de las distintas regiones del país. En tal sentido -agregaría- Rodrigo parece argumentar desde una posición demasiado cercana al status quo, como si el “plebiscito de salida”, organizado tal como lo fue (con los problemas que cualquiera reconoce en el mismo), representara la única o “indispensable” forma de hacer posible la participación ciudadana, en el contexto chileno.
La segunda parte de los comentarios realizados por Rodrigo incluyen observaciones críticas de diverso tipo. Esta segunda sección me resulta todavía más problemática que la primera, ya que advierto aquí algunas afirmaciones e interpretaciones erradas acerca de lo que yo escribiera. Destaco cuatro errores o fallas, en particular. Ante todo, y como anticipara en mis comentarios generales, en absoluto considero que el hecho de que los votantes usen su voto para castigar o premiar al gobierno de turno pueda verse como -cito a Rodrigo- “un mal ejercicio democrático”, o (mucho menos) como “un ejercicio político irracional”. Por el contrario, y según dijera, considero a dicha actitud como un ejercicio lúcido, propio de una ciudadanía que ha sabido tomar lecciones de la historia y de la práctica política propia de su comunidad. Segundo, no pienso que -como me atribuye Rodrigo- “de haber tenido suficiente tiempo y las condiciones necesarias para una discusión realmente democrática…el proyecto…habría sido aprobado”. Por el contrario -e insisto en el punto hecho más arriba- lo que creo es que el resultado de la consulta hubiera sido diferente si la discusión pública hubiera quedado localizada en el lugar en donde no estuvo, es decir, no en el “final,” plebiscitario, sino en su “centro” -en el proceso de creación constitucional. Tercero, resisto, en particular, y con cierta pesadumbre, sus referencias críticas acerca de la “discusión académica”, que parece asumir como rasgo distintivo de la misma, un análisis descontextualizado y fuera de foco. Reclamo, como rasgos propios de mis referencias al proceso constituyente chileno, un enorme esfuerzo de empatía y atención al contexto. Finalmente, objeto, con cierta incomodidad, ciertas alusiones a mi texto que sugieren que, a través del mismo, yo intento hacer un llamado -cito a Rodrigo- “a limitar las ya poquísimas posibilidades del pueblo de manifestarse institucionalmente”. Entusiasmado con esta afirmación, Rodrigo llega a decir que un analista como yo debiera tratar de “comprender y no juzgar” fenómenos como el acontecido en Chile; y señala (ésta es la frase con que cierra su texto) que deben evitarse propuestas (como la mía) que buscan “amordazar al pueblo por su propio interés.” Baste decir, frente a este tipo de desmesuras, que ellas se basan en un gran malentendido, dado que -como es obvio en cada línea de mi escrito, y en cada línea de lo que he escrito a lo largo de mi vida académica- abogo por mayores y más frecuentes oportunidades para la expresión ciudadana, y critico, en todo caso, a procesos como el chileno por lo poco, y no por lo mucho. Es decir, objeto a dicho proceso no por abrir un “plebiscito de salida”, sino por no haber hecho mucho más que eso, pudiendo hacerlo. Ello cuando -sobre todo en nuestro tiempo, sobre todo en un contexto como el de hoy, en Chile- toda Constitución democrática puede y debe ser fundamentalmente discutida y decidida por toda la ciudadanía.
Luis Eugenio García-Huidobro
Luis Eugenio García-Huidobro escribió una réplica interesante, bien informada, y basada en una rica y reciente literatura. De los varios puntos relevantes que él menciona en su crítica, hay uno en particular que me preocupa porque expresa falta de comprensión acerca de una cuestión que viene siendo central en mi trabajo: el concepto de “extorsión electoral.” Desde mi libro El derecho como conversación entre iguales, me refiero a dicha idea para hablar de situaciones como las que, de manera regular, plantean estos “plebiscitos complejos”, en donde el elector queda forzado a votar por aquello que repudia (por ejemplo, reelección presidencial), con el fin de apoyar aquello que más desea (pongamos, la inclusión de derechos sociales). Tal como anticipara, la posibilidad que ofrecen estas situaciones “extorsivas” resultan de enorme interés para aquellos que están en posiciones de poder (volveré sobre este punto): ellos se ven entonces tentados a utilizar estas herramientas de aparente “participación democrática,” y que funcionan como “paquete cerrado,” para expandir su propio poder (o, típicamente, ganar poderes de reelección que les son denegados) a cambio de algún premio o consuelo que resulte atractivo para una mayoría del electorado (la comparativista australiana Rosalind Dixon se refiere a este tipo de situaciones, cuando escribe sobre los “derechos como sobornos”).
Ahora bien, por alguna razón que desconozco (y que no sé si atribuir, una vez más, a mis propias deficiencias explicativas), Luis Eugenio parece malentender por completo lo que afirmo con mi crítica. Él presenta interesantísimas estadísticas elaboradas por Zachary Elkins y Alexander Hudson (similares a las que ofrece también, y en el mismo respecto, Sergio Verdugo en su trabajo), que muestran que entre los años 1789 y 2016, en el 94% de los casos, las Constituciones sujetas a ratificación electoral resultaron aprobadas. Luis Eugenio agrega luego que “la extorsión electoral de los plebiscitos ratificatorios sería más aparente que real, por cuanto sólo excepcionalmente una nueva constitución es rechazada.” El comentario -central en la crítica que su trabajo ofrece hacia el mío- me deja por completo perplejo. Y es que de ningún modo intento decir que las consultas ratificatorias de la Constitución terminan habitualmente con la victoria del “rechazo”! Lo que digo, de modo explícito, es algo completamente distinto: que los “plebiscitos complejos” no son atractivos por los efectos que, tal vez sin quererlo, normalmente desatan (aprovechamiento político; respuestas reactivas por parte de la ciudadanía), a la vez que son difíciles de defender, en términos normativos (en particular, para quienes pensamos al sistema institucional teniendo en mira el ideal de una democracia deliberativa). Quiero decir: me resulta difícil entender qué puede haber motivado que Luis Eugenio haga una lectura tan errada sobre mis dichos. Tal vez la explicación del caso se encuentre en lo que el autor sugiere, líneas más abajo, cuando concluye su análisis sobre la materia afirmando -contra mi postura- que “(d)e esta manera, parece errado incluir la reciente experiencia chilena entre los efectos…‘que típicamente generan los plebiscitos’ por tratarse éste de una excepción anecdótica en la experiencia comparada.” Pareciera ser que Luis Eugenio entendió mi referencia a los “efectos que típicamente generan los plebiscitos” como si yo hubiera estado haciendo referencia a las “derrotas típicamente generadas” por tales consultas, lo cual resultaría una afirmación completamente implausible y contra-intuitiva, de mi parte.
De hecho, lo que Luis Eugenio presenta como refutación de mi postura (los plebiscitos ratificatorios normalmente terminan con la victoria del “apruebo”) no sólo que no refuta, sino que refuerza claramente mi propia posición. En efecto: como -según sostengo- los plebiscitos, típicamente, terminan convirtiéndose en consultas destinadas a premiar o castigar al gobernante de turno, los gobernantes del caso se ven tentados de recurrir a ellos como forma de ratificar su propia fuerza, gracias a la situación de privilegio en la que quedan al convertirse en la fuerza encargada de organizar y controlar el desarrollo de esas consultas. Luego, no hay ninguna sorpresa en el hecho de que la mayoría de los plebiscitos terminen con la victoria del gobierno de turno. Esperablemente, el gobierno pondrá en marcha esa convocatoria -a la que no está obligado- cuando se considere en buenas condiciones de resultar victorioso. ¿Por qué (salvo que se sienta “acorralado contra la pared,” por presiones sociales) un gobierno realizaría una convocatoria de este tipo, cuando no tiene necesidad alguna de hacerlo? Si un gobierno organizara un plebiscito, pudiendo no hacerlo, y considerando, a la vez, que tiene amplias chances de perderlo, mostraría una irracionalidad política supina.
Más allá de este punto (central en su crítica) Luis Eugenio objeta mi presentación afirmando que no le “parece adecuado formular juicios normativos generales o abstractos cuando se trata de plebiscitos” porque -subraya, citando al experto en la materia David Altman, “el demonio está en los detalles”. Su afirmación -un juicio normativo, a su vez, general y vago- no me parece mal, en términos generales, pero me resulta impertinente para el caso concreto bajo examen. En mi texto, trato de mostrar de qué manera un problema general -un problema típicamente generado por cierto tipo de plebiscitos- encuentra expresión en el particular, específico, caso chileno.
Quiero traer a colación, también, la pregunta que se hace el autor acerca de si “en el proceso chileno se justificaba o no la inclusión de un plebiscito de salida”. La respuesta, para Luis Eugenio, es -lo cito otra vez- “indudablemente afirmativa”. Ello así, dado que se trataba, en su opinión, de “un proceso constituyente ‘post-soberano’…(cuyo) diseño descansaba sobre una premisa: en sociedades complejas como la chilena, es imposible que una asamblea -incluso una electa popularmente- pueda recoger o representar la pluralidad de visiones de la población”. Por consiguiente -concluye el autor- “un proceso constituyente debe estructurarse en torno a diversas instancias, en lagunas de las cuales existirá una intensa participación ciudadana, mientras que en otras primará la deliberación política en instancias representativas”. Difiero respecto de este análisis. Para comenzar, y aún a la luz de la explicación que el autor ofrece, no entiendo por qué es que él responde a la pregunta que él mismo formula, de una manera “indudablemente afirmativa”. Podemos encontrarnos frente a un procedimiento “post-soberano” o no; decidirnos, a la vez, a proveer de múltiples “reservas de legitimidad al texto constitucional resultante”; pero resistir finalmente toda propuesta a favor de un “plebiscito de salida.” Señalo esto como una conclusión lógica, y no como juicio político. Quiero decir: no afirmo ni necesito decir, dogmáticamente, que los “plebiscitos de “salida" representan instrumentos abominables, o que jamás deben ser utilizados. Digo, más modestamente, y frente a Luis Eugenio, que de ninguna manera puede pensarse en los “plebiscitos de salida" como necesarios o imprescindibles: ellos representan una opción posible, antes que “indudable”; y a la vez una opción que no resulta particularmente interesante, sobre todo si el proceso de creación constitucional se fortalece (como no ocurrió en este caso) en su “centro” (volveré sobre este punto más adelante).
Para terminar con el análisis del texto de Luis Eugenio García-Huidobro señalo dos puntos finales relacionados con el párrafo con el que él concluye su trabajo. Por un lado, el autor sugiere que, en mi opinión, “una convención constituyente” no es el “mejor mecanismo para encauzar una deliberación constitucional”, y reconoce -como dándome la razón- el atractivo que pueden representar, en este respecto “las asambleas ciudadanas elegidas al azar.” No coincido con lo primero porque considero que el valor o disvalor de las convenciones constituyentes depende del modo en que estén organizadas, pero coincido parcialmente con lo segundo: las asambleas escogidas por azar me resultan atractivas, como alternativa, pero sólo -otra vez- si son organizadas de un cierto modo. Por otro lado, quiero resaltar una desafortunada última frase (como en el caso de Rodrigo) que aparece en el escrito de Luis Eugenio cuando se pregunta (y me pregunta) ¿“por qué negarse a entregarle a la ciudadanía la decisión sobre su propio destino?” Una vez más, la pregunta me resulta incómoda e impropia: lo que ha primado en todos mis escritos es una idea exactamente contraria a la sugerida (defiendo, desde hace 40 años al menos, la idea del pleno autogobierno colectivo). Si presento resistencias frente al peculiar modo en que se organizan los “plebiscitos de salida,” es porque veo que normalmente son organizados desde el vértice del poder para impedir, antes que para hacer posible, que la ciudadanía decida “sobre su propio destino” (sigo sobre esta cuestión en el próximo apartado).
Joel Colón-Ríos
Con Joel Colón-Ríos me unen años de amistad a la distancia y coincidencias mayores. Por eso celebro la nueva oportunidad de discutir con él a partir de ciertas diferencias (casi todas) menores. Joel abre su escrito afirmando que “no es muy frecuente” para él “estar en desacuerdo” conmigo. Eso es cierto, en general, pero pienso que también es cierto para este caso específico: no creo que entre la posición que él sostiene en su texto y la que yo afirmo en el mío haya diferencias significativas. En todo caso, no me interesa negar las que existen. En las líneas que siguen exploro las desinteligencias que podemos tener.
Para comenzar, Joel reconoce bien que me interesa robustecer, antes que eliminar, la participación democrática de la ciudadanía en el proceso constituyente. Joel advierte con claridad cuestiones que no parecían quedar en claro en otros escritos de este simposio -por ejemplo, que no estoy interesado en “amordazar” a la ciudadanía, ni en “negarle” a la ciudadanía la posibilidad de decidir “sobre su propio destino”. Joel subraya también, acertadamente, que el principal “remedio” que ofrezco ante los problemas que advierto, es el de optar por “mecanismos más deliberativos”. Él, en todo caso, quiere utilizar su escrito para presentar una defensa fuerte de los “plebiscitos” constitucionales. Allí coloca nuestro autor, según entiendo, toda la fuerza de su argumento.
Los puntos que remarca Joel, en defensa de la alternativa de contar con “plebiscitos de salida,” y más allá de los defectos y virtudes que (en coincidencia conmigo) les asigna, son los siguientes:
Situaciones indeseables como las representadas por los procesos de “extorsión electoral” no afectan exclusivamente a los plebiscitos sino, en general, a todos los procesos electorales representativos y, más generalmente aún -agrega Joel, exagerando indebidamente, a mi parecer- “a todas las decisiones importantes que tomemos en nuestras vidas”.
Si bien la posibilidad de “matizar” una propuesta, o desechar una cláusula es mayor cuando queda en manos de un representante que va a participar en una asamblea (mayor que cuando dicha posibilidad queda en manos del ciudadano que vota en un plebiscito), la dificultad de “matizar” o refinar propuestas termina apareciendo en todos los casos (i.e., la representante también se ve obligada, al final del día, a votar por una propuesta que puede gustarle sólo en parte). Por lo tanto, sugiere Joel, para todos los casos (y de una manera que es compatible enteramente con lo que yo digo) tiene sentido complementar los mecanismos de participación popular masiva, como el plebiscito, con otros más deliberativos, como las asambleas ciudadanas.
La alternativa de eliminar enteramente los “plebiscitos de salida”, “no resuelve el dilema del ciudadano que apoya partes de un borrador constitucional, pero rechaza otras. Mantener esos plebiscitos, en cambio, le da una oportunidad adicional relevante, al ciudadano, para “sopesar razones y expresarlas formalmente a través del voto”.
Veo en esta línea de objeciones, un solo problema significativo, en relación con lo que dice Joel. El problema es importante y tiene que ver con el modo equivocado con que él entiende lo que el concepto de “extorsión electoral” sugiere, sobre todo para América Latina. Lo que esa “extorsión electoral” pone en juego es algo completamente distinto de lo que parece propio de “todas las decisiones importantes” que tomamos en “nuestras vidas”. Ocurre que no estamos frente a problemas personales o sociales habituales, del tipo “nunca estaremos completamente satisfechos con lo que elijamos,” o “en toda opción, siempre deberemos sacrificar algo de lo que nos gusta.” No, de ningún modo: las diferencias entre los dilemas que presentan los plebiscitos constitucionales, y los que son propios de nuestras elecciones cotidianas, son mayúsculas y múltiples. Veamos algunas: i) en la política electoral, la opción dilemática la crea enteramente alguien ajeno a nosotros; ii) ese alguien busca, previsiblemente, beneficiarse personalmente a partir de la opción que nos ofrece, y iii) cuenta con excepcionales herramientas para impulsar el resultado que más le agrade; iv) mientras tanto, nosotros (los afectados) no podemos “matizar” o “acomodar un poco” las opciones en juego, como sí lo hacemos, habitualmente, frente a las opciones que se nos presentan en nuestra vida cotidiana (i.e., en el caso de no saber qué estudiar -si medicina o teatro- podemos empezar las dos actividades al mismo tiempo; o decidirnos a probar por un tiempo una de ellas; etc.); iv) a la vez que resulta muy difícil, para nosotros, procrastinar -diferir o dilatar un poco nuestra respuesta (lo pensaré mejor, y me decidiré el año próximo); etc., etc.
Podría seguir por un tiempo largo marcando diferencias entre ambos casos (lo político y lo personal, digamos). Prefiero, entonces, detenerme aquí y concentrarme en una línea de distinción particular, muy propia de los procesos de “extorsión electoral”. La encerrona dentro de la cual quedamos situados en las situaciones plebiscitarias se distingue por la presencia de una dimensión básicamente ausente en la vida cotidiana: en la política electoral real aparece en toda su crudeza la dimensión del poder y, sobre todo, la del poder que se ejerce en el marco de fuertes desigualdades, como las que priman en América Latina (desigualdades que son económicas y sociales, pero también políticas, constitucionales, etc.).
En efecto, en la política real, el líder o el grupo afincado en el vértice del poder reconoce que esas situaciones de “paquete cerrado” frente a las que puede plantear opciones “binarias,” lo colocan frente a una oportunidad única: la posibilidad de forzar o motivar al electorado a hacer lo que el electorado (o parte importante del mismo) resiste (o parece resistir), a cambio de algún señuelo o promesa que ese mismo electorado desea (o parece desear). Y todo ello, para peor, en nombre de la democracia, la soberanía del pueblo y la participación popular. Tales plebiscitos le ofrecen al líder de turno (aunque no siempre lo cumplan) la oportunidad de una victoria legitimadora, en respaldo de proyectos por muchas otras razones objetables. No por nada los dictadores y líderes autoritarios de nuestro tiempo (desde Pinochet a Fujimori) se han visto seducidos por la estrategia plebiscitaria general: bajo ciertas condiciones (condiciones que los líderes políticos están en buena posición para establecer), los plebiscitos, en general, ofrecen una promesa muy atractiva de fortalecimiento o re-legitimación.
De hecho -y éste es el punto que aquí más me interesa subrayar- si examinamos todas las reformas constitucionales impulsadas en la región en los últimos tiempos, veremos, por un lado, que uno de los datos más comunes en todas ellas fue la búsqueda de la reelección presidencial (Negretto, Uprimny); y, por el otro, que la reelección que los presidentes de turno se propusieron obtener, de forma común, se hizo a cambio de derechos -derechos que se “otorgaron”, muchas veces, como intercambio o “soborno” destinado a desarticular las presiones de los grupos más enfrentados con el gobierno, o más radicales en sus reclamos (Dixon).
En este sentido, no estamos hablando, en absoluto, de la natural complejidad de la vida, o de las dificultades propias de cualquier elección, sino de un problema político actual y gravísimo: de encerronas en las que buscan situarnos líderes políticos poderosos. Esto es, las situaciones planteadas por la “extorsión electoral” tienen una naturaleza por completo distinta a los dilemas que se nos plantean, cotidianamente, en “nuestras vidas”. Dada su estructura formal (problemas complejos encerrados en “paquetes cerrados” que se responden de forma binaria), esos instrumentos plebiscitarios se convierten en herramientas muy atractivas para el poder de turno, y pasan a representar, por tanto, una opción políticamente muy riesgosa. Se trata, por lo demás, de un tipo de riesgo hipotético que la historia latinoamericana nos permitió verificar, una vez y otra vez, y otra vez. Por lo mismo, frente a los imperfectos “plebiscitos de salida” no resulta apropiada una sugerencia (presente en el trabajo de Joel) del tipo “permitamos que ellos se lleven a cabo, porque en el peor caso no perdemos nada con ellos”. La sugerencia no es apropiada porque el dilema que se nos presentará, previsiblemente, estará dirigido a beneficiar a alguien que no somos nosotros, y nos obligará a conceder algo (i.e., poderes arbitrarios) que, en un sentido relevante, no necesitamos conceder para obtener democráticamente lo que deseamos (i.e., una reforma constitucional).
En efecto, y según nos lo confirma la historia política de nuestros países, la herramienta plebiscitaria suele ser utilizada por políticos poderosos, en su propio beneficio, a nuestro pesar, y en nuestro nombre. Es decir, se trata de una herramienta que incentiva el abuso de poder. Y -como diré más abajo, comentando el texto de Sergio Verdugo- se trata de una herramienta que, dada su estructura formal, y dado un contexto peculiar de aplicación como el chileno, es capaz de generar otras dinámicas y ofrecer al poder otros incentivos también adversos (i.e., que el poder tenga menos incentivos por promover otras formas de participación; o que la ciudadanía se vea movida a fundar su voto en razones por completo ajenas al objeto en disputa).
En todo caso, nada de lo dicho en los párrafos anteriores niega que, en ciertos contextos (deliberativos) específicos (aunque inhabituales), los plebiscitos puedan resultar atractivos -un modo valioso de “adicionar participación popular” a un proceso de deliberación inclusiva ya completado. Cristina Lafont, por ejemplo, ha hecho un buen análisis acerca de las maneras en que los plebiscitos pueden terminar por reforzar procesos de deliberación asamblearia (ver también el trabajo de Helene Landemore). Por citar un caso: tuvo sentido, para mí, que la discusión asamblearia -horizontal, inclusiva, genuinamente participativa y deliberativa- realizada en Irlanda, en torno al aborto (cito este caso, para tomar en cuenta un ejemplo importante) cerrara con una consulta popular. Ése es un buen ejemplo de cómo integrar la deliberación inclusiva con la participación masiva. Como entiendo que este tipo de casos interesan muchísimo a Joel (quien parece compartir aquí, plenamente, una posición como la que yo mismo sostengo), puedo concluir este somero análisis sobre su texto diciendo que él y yo coincidimos casi por completo en nuestros enfoques sobre la materia. Nuestras diferencias, como vimos, aparecen relacionadas con ejemplos como el que tenemos aquí en el centro de nuestro análisis -un “plebiscito de salida”- que, en un contexto como el latinoamericano, y a la luz de nuestra particular historia, se nos presenta de un modo preocupante: no como un “complemento participativo” valioso y promisorio, sino como un medio que facilita una extorsión política inaceptable -que favorece la posibilidad de que el poder ya poderoso devenga en un poder todavía más poderoso.
Sergio Verdugo
El texto de Sergio Verdugo es, como suelen serlo los suyos, profundo, denso, e informado por la mejor literatura académica. De los varios temas que circundan su escrito, voy a tomar en primer lugar, y de modo central, uno de los que primero aparecen en su trabajo, cual es el referido al carácter “abstracto” o “contextual” de mi escrito. Toda la primera parte de su trabajo explora escenarios de respuesta diferentes frente a lo que yo digo, preguntándose -preguntándome- cuál es la mirada que privilegia mi texto -una más “abstracta” u otra más “contextual”. Básicamente, Sergio dice que si mi cuestionamiento fuera abstracto (relacionado con un problema -el de la “extorsión electoral”- que afecta a todos los plebiscitos), debería situar mejor mi postura, dentro de la literatura académica que discute sobre el tema; y que si -en cambio- mi posición fuera más contextual, debería pensar mejor sobre el papel efectivo jugado por el “plebiscito de salida” en el caso chileno.
Aprovecho estas tempranas indagaciones de su texto para responder desde un comienzo a la cuestión que él plantea: obviamente que mi interés fue el de hablar del caso “concreto” de Chile, aunque -como intento hacerlo siempre- me ocupé de ese caso específico, a la luz de criterios y principios más generales que lo trascienden. De allí, tal vez, las dudas que mi texto pudiera sugerirle al respecto.
En todo caso (tal como anticipara), y para el caso de que mi análisis fuera contextual (como lo es), Sergio me invita a considerar más detenidamente una cuestión: qué rol jugó el “plebiscito de salida” en el contexto más amplio del proceso constituyente chileno. Para él, el referéndum no enfrentó a los chilenos (tal como yo habría sugerido), meramente, con un “dilema trágico”: decir algo así implicaría ignorar la dimensión global del problema en juego -dejar de pensar la cuestión “de modo holístico”. Por ello -concluye Sergio- una vez que se ubica al plebiscito dentro del proceso global chileno, uno puede reconocer que la consulta cumplió (y éste punto es crucial en su presentación) “un papel modesto, pero aún así valioso”. Sergio “revela” cuál es el rol modesto pero valioso que ve en el referéndum, sobre el final de su trabajo, en donde dice que la presencia de ese control o “veto” final, en manos de la ciudadanía es muy importante (el señala, de modo todavía más enfático, que dicha iniciativa resultó “exitosa”). Se trata, en su opinión, de un mecanismo que se dirigió a impedir que la Convención se alejara demasiado, en sus decisiones, de las preferencias del “votante medio.” Ese “éxito” -agrega Sergio- no puede ser considerado un “hecho menor”. Y concluye: aunque la presencia del referéndum no resultó, finalmente, suficiente para asegurar el efecto benéfico previsto (alinear al texto constitucional con las preferencias del “votante medio”), en razón del carácter “desbalanceado” que terminó por resultar propio de la Convención, el referendo sí triunfó en su propósito de “moderar los efectos” de la Convención y de sus líderes.
Dado el lugar central que ocupa esta objeción, y esta propuesta de Sergio, en el marco de su escrito, quisiera detenerme en ella unos instantes. Ante todo, no me siento conforme con la tajante división “abstracto/concreto” sobre la que Sergio insiste en su texto. Veo, para el caso de Chile, una cantidad de problemas propios de los “plebiscitos complejos”, que se aplican perfectamente en el específico caso chileno. Ello es, finalmente, lo que justifica partir de casos más generales, y principios más abstractos, para pensar luego sobre casos concretos. En otras palabras, pienso en una teoría “ideal” o “ideal regulativo,” no para lidiar con el trabajo de otros teóricos -para discutir con ellos, sofísticamente, sobre los contornos de un cierto ideal regulativo- sino para pensar mejor sobre los casos “no-ideales.”
De modo más relevante, tampoco estoy de acuerdo con la particular mirada “situada” que propone Sergio para el “plebiscito de salida”. En cierto sentido, sorprende que él concluya afirmando lo que afirma, en nombre de un análisis (que sería) genuinamente contextual, particularmente a la luz de los problemas que él mismo reconoce, como propios del proceso chileno. Resulta curioso que diga (contra la que sería mi posición) que el referéndum constituyó una estrategia exitosa, dirigida a jugar un papel “moderador”, en el específico caso chileno, para reconocer enseguida que, en realidad, ello no fue así, por el carácter “tan desbalanceado” de la Convención. Es decir: conforme con esta mirada apropiadamente “contextual,” el particular plebiscito chileno habría resultado defendible por su “modesta virtud” moderadora -una potencia “moderadora” que, previsiblemente, el plebiscito no pudo desarrollar en este caso específico, por errores fatales derivados de una mala comprensión del contexto del caso. Esto es, la moderación derivaría, en todo caso, de las altas exigencias porcentuales necesarias para adoptar cualquier propuesta; pocas herramientas más torpes que el plebiscito de cierre para llevar a cabo tareas quirúrgicas o de detalle, como la de “extirpar” o imposibilitar la aprobación de uno o varios artículos “extremos” como los que, previsiblemente, terminaron apareciendo en el texto; etc.
Más aún, dados los múltiples y serios problemas que plantean los “plebiscitos complejos”, lo esperable era lo que finalmente ocurrió, esto es, que aparecieran, en el texto constitucional definitivo, propuestas de casi cualquier tipo (contradictorias, moderadas, extremas, redundantes, vagas, socialmente indeseables, etc.), y que el “filtro” final -el “plebiscito de salida”- no cumpliera, frente a ellas, ninguna función (moderadora u otra) efectiva.
Sostendría, por lo demás, algo más fuerte, relacionado con la siguiente afirmación de Sergio (cito): “el referéndum fue pensado para condicionar las discusiones de la Convención Constitucional, alentando a sus miembros a alinear sus preferencias con el votante medio, de forma tal que los ciudadanos tuvieran pocas razones para vetar el producto final.” Contra esta rotunda afirmación sostendría algo más contundente, en relación con los efectos previsiblemente generados por el “plebiscito de salida.” No sólo no era esperable que la consulta final generara un efecto “alineador” o moderador (un efecto moderador que residiría, en todo caso, en la necesidad de forjar consensos al interior de la Convención). Previsiblemente, el establecimiento del referéndum de salida pudo servir, en los hechos, a los organizadores del proceso, para desentenderse de la creación o fomento de otros instrumentos participativos (“para qué hacerlo, si la ciudadanía ya se expresará participando al final del proceso”); y a los convencionales, para justificar la relativa “cerrazón” que terminó caracterizando a los debates al interior de la asamblea (“por qué preocuparnos tanto por tender puentes con la sociedad civil, si la sociedad se encuentra bien representada por nosotros, y ella participará activamente, a su debido tiempo, dando su opinión final sobre el proceso”). Es decir: más que servir para moderar a los constituyentes, forzándolos a pensar en el voto ciudadano final; el plebiscito pudo funcionar (previsiblemente, agregaría) para un fin más bien contrario. Es decir, para incentivar a los constituyentes a actuar de un modo más independiente de las demandas y expectativas de la ciudadanía (porque, total, “a ella ya le llegará el turno de opinar, más adelante”).
Las diferencias que encuentro en el modo en que caracterizamos y describimos el proceso constituyente chileno, Sergio Verdugo y yo, se tornan otra vez evidentes en el modo en que comparamos al mismo con un modelo del tipo “reloj de arena” (hourglass) -una imagen que el cientista político noruego Jon Elster retomó en varias oportunidades, para definir cuál podría ser la forma ideal de un proceso constituyente. El modelo “reloj de arena” pide, para dicho proceso, una base inferior y una parte superior (un comienzo y un final, digamos) “anchas”, es decir, caracterizadas por una intervención popular amplia, a la vez que un cuerpo muy “angosto” en su centro, es decir, un proceso de redacción constitucional distinguido por una discusión entre pocos. En términos del propio Elster, la idea es que el proceso constituyente debe organizarse conforme a ese modelo, “con amplia deliberación pública antes de que la asamblea se reúna, y con una deliberación que se continúa con un referéndum, una vez que ella se ha producido”. Desde mi punto de vista, el modelo constituyente chileno -a propósito o no- se ajustó muy bien a las demandas de Elster: i) proceso de movilización muy intenso en el comienzo; ii) discusiones bastante cerradas y con débil participación ciudadana, durante los debates; iii) seguidas finalmente por un “plebiscito de salida” obligatorio. Sergio Verdugo, sin embargo, descarta fuertemente, y más bien al pasar, mi reclamo. Él sostiene que en el proceso chileno “no se suponía que los ciudadanos se convirtieran en hacedores de la constitución al final del proceso, sino durante el proceso, a través de elecciones, representación, transparencia, iniciativas populares, consultas indígenas, y otros medios de participación.” A resultas de todo ello -concluye de manera contundente, pero sin mayor justificación- “la metáfora de Jon Elster en torno al reloj de arena no se aplica al proceso chileno”.
Ese desacuerdo descriptivo “al pasar”, que tenemos con Sergio, no habla meramente de un posicionamiento diferente en torno a cómo piensa un cientista político al que ambos respetamos -no se trata de un mero disenso en relación con el hourglass, o frente a “Elster en Chile”. El desacuerdo es sintomático de una diferencia más relevante que aquí simplemente señalo: disentimos un poco, me parece, en la evaluación acerca de qué es lo que ocurrió, efectivamente, en el año de funcionamiento de la Convención y, más precisamente, en cuál y cuán intenso fue el papel de la ciudadanía durante ese tiempo. Desde mi punto de vista, lo ocurrido en el “medio” (durante la redacción constitucional) se asemejó mucho -lamentablemente- a lo sugerido por Elster (un momento “estrecho” o “cerrado”, en donde la redacción constitucional quedó fundamentalmente en manos de unos pocos Convencionales más bien alejados de la ciudadanía), lo cual no niega en absoluto que dicha etapa del proceso (el año de debates de la Convención) haya sido contemporánea con otros hechos más o menos relevantes de participación popular.
Un dato más, relacionado con el uso de contra-fácticos. Hablando sobre los mismos, y sobre las limitaciones de la teoría ideal (aunque no entiendo bien cuáles serían, para él, esas limitaciones, y no comprendo bien cuáles son las limitaciones que sugiere), Sergio hace referencia a la propuesta de las “asambleas ciudadanas” que -reconoce- él mismo defendió, en el 2019. Señala, sin embargo, que tales asambleas fueron “consideradas y rechazadas por los partidos políticos”, posiblemente porque muchos políticos prefirieron -sugiere- “asegurar sus asientos” a través del sistema electoral. Frente a ello -insisto- no entiendo bien qué es lo que pretende probar Sergio, dando cuenta de ese rechazo. Creo, en todo caso, que fácilmente pudieron haberse tendido más y más sólidos puentes con la ciudadanía, durante los debates, algo que finalmente no se dio por razones seguramente diversas. Pero, cualquiera sea la razón más efectiva para explicar lo que no ocurrió señalaría, al menos, lo siguiente: del hecho de que algo no haya ocurrido, no podemos derivar que el suceso en cuestión no pudo (o no debió) haber ocurrido; o tomar a ese resultado (la no-ocurrencia) como prueba de que la propuesta del caso resultaba, en verdad, una muestra de idealismo ingenuo. Una posición tal -explícita o implícita- resulta demasiado complaciente, otra vez, con el status quo.
Llegado a este punto, quisiera cerrar mi escrito simplemente agradeciendo, una vez más, a cada uno de los autores participantes. Les agradezco a ellos por el estímulo y la hermosa oportunidad que me facilitaron, para continuar con un diálogo todavía abierto, en relación con temas de primera relevancia pública, que tanto nos preocupan y tanto nos interesan.
[1] El excepcional o exótico ejemplo de Islandia -el primer caso en el mundo de una Constitución redactada, de un modo muy central, a partir de la participación comunitaria vehiculizada a través de las redes sociales-(crowdsourced) simplemente ayuda a tornar visible este punto.
[2] El extraordinario ejemplo de Irlanda, con sus asambleas ciudadanas abiertas a todo el país, simplemente ayuda a tornar visible este punto; lo mismo que el promisorio aunque finalmente fallido proceso de “cabildos ciudadanos” impulsado por la Presidenta Bachelet, antes de terminar su mandato.
[3] Agrego, en todo caso, y para concluir con este apartado, que el autor niega mi mirada en la materia señalando que no es cierto que el proceso privilegió “una discusión entre pocos y aislada de la sociedad”. Él menciona cantidad de mecanismos e instancias participativas, durante el periodo de debates constituyentes. Al respecto, llamo la atención, simplemente, acerca de la tensión que se advierte entre este punto marcado por Luis Eugenio, y lo afirmado en el suyo por Rodrigo Kaufmann (y que yo examiné más arriba), cuando defendía al “plebiscito de salida” haciendo referencia al riesgo de “limitar las ya poquísimas posibilidades del pueblo de manifestarse institucionalmente”. En todo caso, Luis Eugenio termina reconociendo que “tal vez por inexperiencia, error de cálculo, desconfianza o una mezcla de todas ellas, la mayoría de los constituyentes desaprovecharon la oportunidad que ofrecían los mecanismos participativos”.
[4] Por ejemplo, según Gabriel Negretto, entre 1978 y 2008 se dictaron 15 Constituciones (Bolivia ratificó la suya en el 2009). En dicho lapso, diez países modificaron las reglas de la reelección presidencial, que en total fueron modificadas 16 veces (en 9 ocasiones para flexibilizar las cláusulas de la reelección, en 7 para restringirlas). En doce países de la región, agrega el investigador, se fortalecieron los poderes presidenciales, y sólo en seis fueron restringidos. Ver, por ejemplo, G. Negretto (2009), “Paradojas de la Reforma Constitucional en América Latina,” Journal of Democracy en español, vol. 1, n.1; o también G. Negretto (2011), “La reforma política en América Latina,” Desarrollo Económico, vol. 198; y en el mismo sentido R. Uprimny (2011), “The Recent Transformation of Constitutional Law in in Latin America: Trends and Challenges”, Texas Law Review, vol. 89, n. 7, 1587-1610.
[5] Pensamos de este modo -desde lo abstracto y hacia lo concreto- no para, digamos, “jugar en otra liga” (la liga de los “teóricos” o “filósofos” de la política) sino para pensar mejor, y con menos sesgos, los casos concretos (evitando, por ejemplo, las respuestas ad hoc). Los principales problemas sobre los que me interesó reflexionar, por lo demás, no han sido decisivamente tratados por la literatura académica que conozco: no se ha tratado, de forma habitual, ni sobre el problema específico que plantean las respuestas “binarias” para quienes pensamos la democracia en términos deliberativos (ver el texto de Helene Landemore, referido en la cita anterior); ni sobre el problema particular de la “extorsión electoral”, en la peculiar forma que tiende a adoptar en América Latina (aunque coincido, como siempre lo digo, con la asimilable postura de Rosalind Dixon en la materia).
[6] Otra vez, y para resumir: ellos no ayudan a la conversación colectiva, a la que tienden a reemplazar; le permiten a los convocantes “ocultar” decisiones polémicas en medio de otras más atractivas; facilitan la “extorsión” del electorado; terminan empujando a que los votantes respondan a preguntas diferentes a las que les son en efecto planteadas; etc.
[7] Podemos disentir, aquí, acerca de qué instrumentos o circunstancias actuaron como “moderadoras” frente a las propuestas maximalistas que pudieron aparecer en esta Convención (como en cualquier Convención). Yo pondría, en primer lugar, a la misma necesidad de forjar consensos al interior de la misma, sobre todo en un marco en el que se exigen porcentajes de aprobación muy altos, para dar por aprobada una determinada cláusula constitucional -hechos que, como sabemos a partir del diálogo con muchos participantes en la Convención, terminó resultando decisivo para explicar mucho de lo que finalmente incluyó y dejó de incluir el texto final.
[8] Vale la pena notar, una vez más, las diferencias que se advierten en este mismo simposio, en torno a la cuestión. Rodrigo nos hablaba de las “poquísimas posibilidades del pueblo de manifestarse institucionalmente”; Luis Eugenio pretendía resistir la idea de “una discusión entre pocos y aislada de la sociedad”, aunque admitía que “tal vez por inexperiencia, error de cálculo, desconfianza o una mezcla de todas ellas, la mayoría de los constituyentes desaprovecharon la oportunidad que ofrecían los mecanismos participativos.” Sergio resalta, por su parte, la intervención cívica que tuvo lugar “a través de elecciones, representación, transparencia, iniciativas populares, consultas indígenas, y otros medios de participación”. Algo nos dice esta diferencia de criterios entre tres expertos locales, puestos a describir el mismo hecho.
[9] Tal vez, lo que ocurrió -como me confesó algún Convencional- fue porque se buscó aislar a la Convención de ciertas presiones indebidas; tal vez por cansancio ante tanto trabajo presente, acumulado sobre las espaldas de los Convencionales; tal vez por reconocer que ya era demasiado difícil forjar consensos al interior de la Convención, como para agravar todavía más esas posibilidades de acuerdo, con acuerdos externos; tal vez -como sugerí, contra Sergio- por las certezas que les ofrecía a los Convencionales el “plebiscito de salida” -una instancia obligada de participación popular.
Roberto Gargarella es Profesor en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Torcuato di Tella, Argentina
Cita recomendada: Roberto Gargarella, «Para continuar con el diálogo sobre el “plebiscito de salida” chileno», IACL-AIDC Blog (11 de Octubre de 2022). Disponible en: https://blog-iacl-aidc.org/new-blog-3/2022/10/11/para-continuar-con-el-dilogo-sobre-el-plebiscito-de-salida-chileno.